El papel es el principal material sustentante de la documentación conservada en nuestros Archivos. Su nacimiento se produjo en la China del siglo II a.C. gracias al consejero del emperador He, T’sai Lun (c. 50-121). Bajo su administración se perfeccionó la técnica de fabricación del material utilizado para la escritura de documentos, que pasó a tener unas propiedades similares a las del papel actual. Aunque en China existían formas tempranas de papel desde el siglo II a.C., él fue el responsable de la primera mejora significativa y normalización de la fabricación del papel, mediante la adición de nuevos materiales esenciales para su composición. El arroz o el bambú fueron dos de los elementos constitutivos del papel; también fibras vegetales con alto contenido en celulosa extraídas de la morera como el ramio y el algodón, y también trapos y telas viejas. Se colocaba el material en un mortero con agua y se machacaba hasta conseguir una pasta homogénea y compacta que luego se laminaba y se secaba.
De acuerdo con las crónicas históricas chinas, la invención del papel habría ocurrido en el año 105 d.C. Hasta el período medieval el papel fue un gran desconocido para Europa. Necesitados los profesionales de la escritura de un producto de menor coste que el pergamino, el invento que en el siglo XI trajeron los árabes a la Península Ibérica desde las rutas comerciales de Asia Central fue acogido de inmediato. La localidad valenciana de Játiva es la que tiene el honor de ser la primera ciudad en tener una fábrica de papel en Europa, allá por el año de 1056, aunque no todos los historiadores coinciden en establecer una fecha tan concreta; algunos la retrasan –de acuerdo con algunas fuentes- hasta el siglo XII, cuando es seguro que se fabricaba papel en esa localidad. El testimonio en papel más antiguo de Europa es, en la actualidad, el Breviarium et Missale Mozarabicum procedente del Monasterio de Santo Domingo de Silos. Escrito entre, aproximadamente, los años de 945 y de 1050, tiene los 38 primeros folios en papel y el resto en pergamino.
Los siglos siguientes vieron la expansión de esta materia escriptoria por el resto del Viejo Continente y con ella la aparición de los molinos papeleros, así como de pequeñas marcas en el papel –filigranas- indicadoras del lugar de su procedencia y fabricación.
A pesar de su rápida expansión, el papel tardó unos cuantos siglos en ganarle la partida al pergamino. Era considerado como un material de baja calidad, utilizándose para transmitir información poco valiosa, tanto desde el punto de vista documental como librario. Aun así, los beneficios económicos en su fabricación y uso hicieron que, tras el invento de la imprenta a mediados del siglo XV, esta materia desbancase al pergamino como principal soporte de la escritura en Occidente.
Los beneficios que ofrecía este material eran varios, destacando entre ellos los derivados de su fabricación. La materia prima era más barata y accesible que las pieles de animales para la fabricación del pergamino: trapos, lino, paja, otras sustancias similares…, componentes abundantes y de escaso valor que permitieron –sobre todo a raíz de la invención de la imprenta- ampliar la producción a bajo coste como consecuencia del crecimiento de su demanda. Además, la revolución cultural y económica que trajo consigo el siglo XIII en Europa Occidental hizo que la escritura, y con ella la lectura, se extendiesen a un nuevo grupo social, la burguesía, y con ello la demanda de papel para usos cotidianos. Además, era apto para recibir la escritura por ambos lados, no existiendo diferencias apreciables entre uno y otro –como sí ocurría con el pergamino-. Se producía y vendía en pliegos o bifolios (hojas dobles).
El método de fabricación era también sencillo. Después de lavarse los trapos en agua limpia y dejarlos en remojo en un recipiente con agujeros durante varios días, se cortaba en pequeños trozos aprovechando el comienzo de su desintegración y se bataneaban durante varias horas con resina, grasas animales y decolorantes. Proceso que se repetía hasta que los trapos se convertían en una especie de pulpa que se depositaba en una tina de grandes dimensiones. De este recipiente se extraía la pulpa para escurrirse a través de un armazón de alambre donde el papel adoptaba ya su forma y sus dimensiones. La acomodación de la pasta sobre los alambres producía unas marcas singulares, translúcidas: los corondeles (verticales y separadas entre sí) y los puntizones (perpendiculares y más juntas), visibles después en el papel. Una vez escurrido el agua por medio de una prensa se colgaba y se secaba.
Un tratamiento de encolamiento evitaba que, posteriormente, la tinta se expandiese por la superficie, impermeabilizando la superficie para conferir al soporte mayor resistencia y menor porosidad. De origen vegetal al principio, a partir del siglo XIII comenzó a utilizarse cola de origen animal, es decir, colágeno, que se aplicaba en caliente por inmersión.
Otro de sus éxitos fue su gran calidad y resistencia que ha hecho posible su perdurabilidad hasta el día de hoy. Con una gran variedad cromática, entre el blanco y el amarillo ocre, había también una gran variedad en sus calidades y acabados.